El pasado fin de semana
el municipio de Villarobledo acogió por vigésima vez el Viña Rock.
Año tras año el festival se ha consagrado como uno de los eventos
musicales más importantes del país y muchos jóvenes han ido
observando su evolución desde la distancia, aguardando con
romanticismo y expectación esa edición en que, por primera vez, se
cumpliría un sueño que abriría una nueva etapa en sus vidas. Ese
era mi destino desde el mismo momento en que salieron las entradas a
un módico precio de 27€ y, sin apenas entrar en discusiones, yo y
los buenos compañeros que me acompañaron lo decidimos: éste era
nuestro año. Y así, las fechas comprendidas entre el 29 de abril al
2 de mayo quedaron marcadas a fuego en nuestro calendario y según
transcurrían las semanas, las ganas y la emoción se iban
acrecentando.
No son pocos los que
abandonan Villarrobledo antes de terminar el festival. Sobrevivir al
calor sofocante de la tarde y al frío de la noche, a conciertos que
a veces se convierten en auténticas batallas épicas, puede superar la capacidad de resistencia de muchos. Afrontamos
nuestro primer Viña Rock dispuestos a equivocarnos para aprender de nuestros errores, pero la suerte,
el destino, o alguna fuerza divina que acompañó nuestro espíritu y
nuestra voluntad nos permitieron disfrutar al máximo del ambiente y
de la experiencia. Quizás la novedad o la magnitud del evento nos
embriagaron de una forma anestésica. Puede que el alcohol también
ayudara. O el café mañanero que nos tomábamos en el bar del pueblo
y que marcaba el inicio del día. Un café que tomábamos a pequeños
sorbos, en silencio. Para nosotros lo primero era la calma, después
vendría la tempestad.
La
mañana transcurría alrededor de la tienda de campaña y, sobretodo,
de la mesita que sostenía los aperitivos y las cervezas. Mantener la
bebida fría era el mayor de nuestros retos, pero por suerte veinte
años de festival dan para que esté todo ya pensado: por todas
partes encontrábamos a gente dispuestas a vender bolsas de hielo.
Algunos eran asistentes del festival que se habían llevado grandes cantidades de hielo
en un refrigerador para dedicarse a venderlo y así pagarse la
entrada; otros eran gente del pueblo dispuesta a hacer negocio.
Porque el Viña-Rock, en parte es eso: todo un pueblo que se pone de
acuerdo para hacer negocio y obtener jugosos beneficios durante
cinco días. Fueras por donde fueras encontrabas algún comercio
improvisado que buscaba sacar fruto de nuestras necesidades: duchas
calientes a tres euros (aunque algunos se ahorraban unas pelas
duchándose en la fuente del pueblo o aprovechando la manguera de la
gasolinera), cargue su móvil por euro y medio, puestos de comida,
camisetas, chapas, gafas de sol, todo cuanto uno se pueda imaginar. Nosotros
situamos nuestra tienda al lado de unos valencianos, gente de nuestra
tierra, con los que compartimos toldo (eso nos salvó) y charlas
más que interesantes. Porque el festival comienza desde que uno se levanta y
se encuentra continuamente con gente de todo tipo con la que da gusto
hablar y compartir historias, porque allí la gente sólo va a
pasárselo bien. Cuando se iniciaba la tarde empezaban a sonar los
instrumentos: guitarras, cajones, dulzainas amenizaban la espera
hasta la hora de los conciertos. Y llegaba la hora, caminábamos
medio kilómetro hasta la gran carpa blanca que marcaba la zona de
entrada mientras gritábamos cantos de todo tipo con la idea que la
gente se fuera uniendo. Más de un canto lo recitábamos en catalán,
porque aunque Villarrobledo se llenó esos días de gente de todas
las puntas de España, predominaba claramente la gente de Valencia y
Cataluña, tanto es así que los gerentes de los bares y locales de
la zona entendían perfectamente el catalán. Quizás esto es reflejo
de la evolución cultural y musical de esas dos comunidades, donde
emergen, cada vez más, grupos de todos los estilos y que se integran
muy bien en el espíritu del Viña.
Acostumbrados
a soportar largas colas y atascos en nuestros anteriores festivales,
nos sorprendió la fluidez con la que podíamos entrar y salir de la
zona de los conciertos, puesto que se han duplicado las zonas de
entrada respecto al pasado año. Entramos, eso sí, no sin antes ser
cacheados de cabo a rabo (tómese esta palabra tan literalmente como
pueda) para comprobar que no pasáramos ningún objeto peligroso. Tan
“peligroso” como la crema solar, aunque luego dentro hubiera
bengalas por dóquier. Pero son detalles que uno debe aceptar cuando
un festival que empezó como una idea de unos cuantos músicos de un
pequeño pueblo para llenar el campo de fútbol acaba siendo un
evento que reúne cada año a aproximadamente 100000 personas. Eso
sin contar a las muchísimas más personas que asisten al pueblo sin
entrada, acampan, y se dedican a organizar el “anti-viña”,
varias raves convocadas lejos de la zona de conciertos y que no dejan
de sonar ni por el día ni por la noche.
La
zona de conciertos se dividía en seis escenarios extendidos en una
explanada enorme y a dos alturas. Al este se situaba el escenario
Poliakov, dedicado al metal y al punk, donde grupos como Warcy, Non Servium o Habeas Corpus nos deleitaron con su potente directo. Justo
al lado estaba la barra y seguida de ella, dos escenarios (Zhem y
Negrita) pegados que iban alternando las actuaciones y donde actuaban
los grupos de rock y mestizaje. En el escenario Negrita tuvo lugar el
concierto más multitudinario del festival el sábado a las tres de
la madrugada. Actuaba La Raíz, el grupo gandiense que fue la
revelación de la pasada edición y de la que se esperaba una enorme
afluencia. Sin embargo, todos los pronósticos se quedaron cortos.
Los asistentes acudieron en masa a ver a un grupo que resultaba
atractivo para los seguidores de cualquiera de las múltiples ofertas
musicales que el festival presenta. Empezamos el concierto en primera
fila, al igual que lo habíamos hecho con Boikot, Reincidentes o La Gossa Sorda. Pronto nos salimos buscando aire, pero aprendimos a
disfrutar del concierto desde la última fila, evocando los magníficos
momentos que este grupo nos ha dado desde que los vimos nacer muy
cerquita de nuestro pueblo y que en ese momento alcanzaban su momento
cumbre, con más de 60000 personas coreando al unísono los lemas que
nosotros, desde muy jóvenes, habíamos cantado.
Actuación de La Raíz en el Viña Rock 2015
Caminando
hacia el oeste nos cruzábamos con el Viña Grow, feria cannábica
donde se ofrecían charlas, monólogos y productos para el uso y
cultivo del cannabis. De allí me llevé un folleto que me regalaron
dos jóvenes abogados que habían terminado la carrera y que se
habían especializado en casos de defensa relacionados con el consumo
del cannabis. A más de uno de los multados en los rígidos controles
-con perros incluídos- de entrada al pueblo les iba a interesar. No
es casualidad que según uno iba caminando hacia el oeste, el olor a
cerveza y calimocho se fuera sustituyendo por el aroma a marihuana. Y
es que el escenario Coolway, dedicado al reggae, se consolidó
definitivamente, siempre lleno a rebosar. Algunos decidían vivir la
adrenalina del puro reggae saltando y bailando delante del escenario y otros subían unos
metros de la planicie inclinada hasta llegar a una zona cubierta por
el césped, donde podían descansar sobre la luz de la luna
escuchando la música de Morodo o The Original Wailers con una
panorámica perfecta del público y del escenario. Más hacia el
oeste se hallaba el escenario Delicius Seeds, dedicado a los grupos
nóveles, y el escenario Canna, dedicado al rap. En este último
actuaron Rapsusklei, SFDK o Los Chikos del Maíz, quienes
ofrecieron uno de sus conciertos más reivindicativos y el público
se llenó de banderas republicanas. Sin embargo, la bandera que el
Nega -cantante de Los Chikos del Maíz- ondeó irónicamente fue la de Suiza, la bandera a la que sirven esos
patriotas de pandereta como Bárcenas o Rodrigo Rato.
Escenario Coolway
El
Viña Rock es, en definitiva, música, diversión es compañerismo,
espíritu de colaboración, de aprendizaje. Es una experiencia
absoluta, frenética, es instalarte en el festival y olvidarte
durante unos días de todo lo que existe fuera de ese lugar, es vivir
la cultura del presente y del momento, Viña Rock es dejarte
seducir, es dejar que el concierto fluya. En el viña echarás de
menos durante un par de días esas cosas cotidianas que no te paras a
valorar (dormir bien, tener una larga ducha, encontrar un baño en
condiciones), pero todo lo que allí viviste será aquello que
anhelarás durante el resto de días del año.
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