Hubo
una vez un colibrí que nació confuso, sin entender su papel su
papel en el mundo. Era demasiado influenciable, todo lo creía y todo
le fascinaba. Pero ante todo admiraba una cosa: el elegante vuelo de
las águilas. Pasaba el día observando cómo el pardo plumaje de
estas aves se alzaba al vuelo y, desafiando al viento, cruzaba
atalayas y tempestades para fundirse en el firmamento.
A tanto llegó su obsesión que el colibrí decidió imitarlas. Dejó de cazar como un colibrí para cazar como un águila. De comer como un colibrí para comer como un águila. Reptiles, pequeños mamíferos, carroña, peces, “pequeños” pájaros que a él le doblaban en tamaño, poco le importaba, su ambición estaba un escalafón por encima de todas las demás aves, que aceptan con mediocridad su rutina y sus limitaciones desde el día en que nacen hasta el que mueren. ¿Quién querrá volar como un colibrí, pudiendo hacerlo como un halcón? Los demás colibríes notaron pronto que había algo extraño en él. Llegaron a considerarlo un enfermo, y lo apartaban por miedo a sus actos. Un día el colibrí estalló de la ira, al no obtener amnistía por parte de sus semejantes. Sólo con pico y fuerza de voluntad, mató a toda la sociedad colibrí. Acto seguido, se puso a volar hacia las nubes. Volaba y volaba con elegancia y perspicacia. Como un águila. O quizás más. Más elegante, más perspicaz, más bello, más veloz, más seguro. Era más grande que un águila, superior a ellas. Ya no le quedaba nada más que aprender de esos depredadores. Ahora eran tan vulgares, tan conformistas como lo fueron sus hermanos colibríes. No había en el mundo nadie como él.
A tanto llegó su obsesión que el colibrí decidió imitarlas. Dejó de cazar como un colibrí para cazar como un águila. De comer como un colibrí para comer como un águila. Reptiles, pequeños mamíferos, carroña, peces, “pequeños” pájaros que a él le doblaban en tamaño, poco le importaba, su ambición estaba un escalafón por encima de todas las demás aves, que aceptan con mediocridad su rutina y sus limitaciones desde el día en que nacen hasta el que mueren. ¿Quién querrá volar como un colibrí, pudiendo hacerlo como un halcón? Los demás colibríes notaron pronto que había algo extraño en él. Llegaron a considerarlo un enfermo, y lo apartaban por miedo a sus actos. Un día el colibrí estalló de la ira, al no obtener amnistía por parte de sus semejantes. Sólo con pico y fuerza de voluntad, mató a toda la sociedad colibrí. Acto seguido, se puso a volar hacia las nubes. Volaba y volaba con elegancia y perspicacia. Como un águila. O quizás más. Más elegante, más perspicaz, más bello, más veloz, más seguro. Era más grande que un águila, superior a ellas. Ya no le quedaba nada más que aprender de esos depredadores. Ahora eran tan vulgares, tan conformistas como lo fueron sus hermanos colibríes. No había en el mundo nadie como él.
Por
eso pasó de la familia de águilas y siguió volando hacia arriba
sin parar, volando y volando todo lo alto que se merecía.
A día de hoy ese colibrí sigue volando lejos de la realidad, buscando un lugar. Las águilas intentaron alcanzarle, se cansaron y cayeron en picado. Y ese colibrí sigue volando dentro de nosotros, en las entrañas de cada alma humana, pudriendo la esencia de cada ser, desde el mismo momento en el que nace. A cada segundo que vivimos, nuestro colibrí vuela cada vez más obstinado en busca de su destino, solamente aferrándose a su propio ego, respaldado por las alas de un sistema que ha olvidado su razón de ser. Nuestro colibrí, que vuela hacia atrás -única ave capaz de hacerlo- y de cara a la tierra, se obsesiona a la vez que se muestra acérrimo con ver alejarse su mundo, con sentirse único, superior, tan lejos de los demás. Lejos de aquellos con los que podría haber cooperado para llegar a ser tanto o más que las águilas. Por que para él la clave de la autosuperación no consiste sentirse útil si no en sentirse importante. Lo que quizás no sabe este colibrí, es que un día llegará al Sol y se quemará.
Que
el astro rey continua allí arriba, quietecito, esperando su llegada.
Y eso este insaciable colibrí no lo va a poder cambiar. Ojalá
llegue el día en que recapacite, se de la vuelta y vuelva al mundo.
Y entonces, si se fija, se encontrará con otros pájaros cuyo vuelo
es tan atractivo que incluso se sorprendería. Como el mirlo de Paul
McCartney, esa alma negra que, hoy todavía, sigue custodiando sus
ansias de volar, a la espera de que lleguen unos ojos capaz de
valorarlo. En el mundo, queridos lectores, hay pájaros y pájaros.
Águilas, gaviotas, colibríes, mirlos, buhos, loros, lechuzas,
flamencos, pelícanos, zorzales. No hay ninguno mejor que otro, todos
nacen, todos sienten, todos mueren. Todos quieren encontrar su nido,
su lugar. ¿Qué derecho puede tener un colibrí para creerse por
encima de los demás? ¿Qué sentido tiene preocuparse sólo de tu
propio plumaje? No hay nada más triste que un pájaro volando sólo
sobre el cielo, lejos de sus compañeros, lejos de su bandada.
Navegando en solitario sobre la bóveda celeste, volviéndose tan
ínfimo bajo ese manto azul que te envuelve y se adueña de ti, que te hace
desaparecer. Debemos sacar a ese pájaro de nosotros, tratar de
apartarlo de nuestra esencia porque, aunque algunos dediquen su vida
a él, en realidad estuvo muerto desde el principio.
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