3/7/15

Como el Sol y la Luna

“Desde aquel día todo cambió, pasó de ser un chico al que todo le daba igual a empezar a sonreír por una persona”
Ian, era un joven hijo de un dignatario, un padre al que rara vez veía en su propia casa y motivos por los cuales se rumoreaba que vivía vidas secretas, y cuyo nacimiento no fue celebrado como tal, si no como un evento más. Aunque Jason W. Mothman confiaba en que Ian siguiese la línia de “nobles cargos familiares”, su hijo aborrecía las enormes reuniones a las que su padre le obligaba a acompañarle y no admitiría jamás ser el siguiente en la sucesión. El señor Mothman, conocido así por sus tácticas económicas pacientes y destructoras a largo plazo, cual polilla en un armario, incitaba a su descendiente a estudiar economía, sociales, estadística...
Tantos habían sido los intentos, que Jason ya se había rendido y esperaba con ansias una nueva criatura en el vientre de su mujer Marie, pero fue malo el anuncio de los médicos cuando le comunicaron que ésta sería una niña y él no estaba dispuesto a permitir que lo heredase una mujer. Abandonó a su esposa, pero ésta ganó el juicio y parte de las pertenencias de Jason fueron a parar en sus manos, incluyendo la custodia de sus hijos. Fue considerada la primera derrota de Mothman y donde empezó su decadencia hasta llegar a la altura de un simple inversor de la Bolsa, pero a pesar de ello, rehízo su vida al lado de una mujer hermosa y de la mano de dos dulces niñitas, de diez y siete años.
Ese fue el rumbo que tomó la vida de Ian hasta llegar a un punto, siete años después del escándalo, a la edad de los dieciocho, en el que era sólo un chico sin padre pero normal, en una casa y vida modesta, y finalmente podía dedicarse a lo que él deseaba realmente: Filología. Cada tarde de viernes acostumbraba a coger el autobús y marcharse a la biblioteca, de donde tornaba con la mochila repleta de libros.
La señal llegó un día como otro cualquier viernes, de regreso, en el cual se sentó a su lado una chica con un libro en mano. Le sorprendió, sabiendo que si alzaba la vista lo único que vería serían personas inclinadas en sus respectivas pantallas. Para él, era la contraseña de entrada a una hermandad secreta. “El desencuentro” leía ella. Ian ya lo había leído meses atrás. Ya se aproximaba a su parada cuando decididamente, y tras mucho cavilar, le dijo al oído:

  • Lo inconfesable oculta verdades deseadas, como África y Javier.
Y sin volver la vista atrás, saltó del vehículo y volvió a casa con la noche ya caída, dejando tras de sí a una chica desconcertada.
Los encuentros fortuitos en el bus se reiteraron varias semanas seguidas, donde se intercambiaron palabras diversas veces. Aprendió que se llamaba Danna, que vivía varias manzanas más allá y que cada tarde que se encontraban, ella retornaba de la academia de francés. Se recomendaban libros mutuamente y compartían silencios plagados de palabras en la biblioteca, sonrisas cómplices por encima del borde de su respectivo libro y desobedecían como niños cuando se sentaban entre las estanterías, allí en el pasillo, uno frente a otro. Era la gracia que había brotado entre ellos; se había instalado el cariño como polvo sobre la cubierta de un libro olvidado. Aquella tarde lluviosa de junio con el repiqueteo sonoro de la lluvia sobre el techo de cristal, con la misma vergüenza que siempre les vestía, sus labios se rozaron.
Ya no sólo se veían los viernes. Prácticamente, huían de sus obligaciones diarias para colmarse mutuamente. No temían ser vistos y tampoco lo sacaban a relucir, pues bien se sonreían al abrigo de las miradas con mayor dulzura. Ian admiraba y se enorgullecía de aquella mujer que entrelazaba los dedos con los suyos. Él nunca ocultó nada a su familia y les habló de ella, pero Danna no se lo anunció: sabía que se ruborizaría y no lo deseaba. E invitó a Ian a despedirse frente a su puerta y comunicarlo juntos. Ni siquiera sospechaban la cercanía que compartían sus respectivos hogares, y cada gesto era una coincidencia más hermosa que la anterior. Al tocar el timbre, una voz femenina surgió de detrás de la puerta y Ian comenzó a temblar. Era la primera vez que se presentaba ante los padres de una pareja, ya que Danna era su primer amor.

El picaporte comenzó a girar y Ian apretó la mano con la de su amada. Danna le miró de perfil. Al parecer él estaba más nervioso de lo que dijo que llegaría a estar. No pudo evitar sonreír a esa  inocencia.
La madre de Danna apareció ante sus ojos, quien sorprendió a Ian por el gran parecido con su hija. Misma nariz respingona, mismos labios carnosos y finos, misma mirada. Se les quedó mirando un instante, escrutando y pensando para sí misma qué debía significar esa intromisión a tal hora de la tarde. Y cuando bajó los ojos, lo entendió. Sonrió; Ian, enrojecido, avanzó y se presentó levemente. La madre de Danna, aún con la sonrisa pícara en los labios, metió la cabeza a través de la puerta y dijo al aire:

  • Cariño, hay una sorpresa aquí fuera.
El estupor se clavó en los ojos de Ian, cuando vio de refilón una figurada muy conocida.

  • Eh...Tú... -Dijo aquel hombre- Eh, hijo de...
La tensión cayó en el ambiente como un piano desde un octavo. La madre de Donna estaba aturdida. Ambas mujeres alternaban miradas entre ellas y los dos hombres. Fue una luz quien iluminó de pronto la mente de Beatrice: Aquel no podía ser más el hijo de la otra familia que había tenido anteriormente su marido. Evitó que cruzase el marco de la puerta y le susurró al oído largamente, pero sabiendo como era Jason, no cedería, y menos sabiendo que ya lo hizo una vez y lo perdió todo. Mothman respiró hondo y con voz de queda dijo:

  • No quiero volver a verte rondando por aquí y menos aún, de la mano de mi hija. Danna, ve a tu  cuarto, luego hablaremos.
  • Pero papá...
  • ¡Danna!
Y el silencio se apoderó de la calle e Ian se marchó tras compartir una última y larga mirada con ella. Aquel hombre que le había estrangulado media parte de la la vida que había vivido hasta ahora, venía a aplastarle su primer amor.

No la volvió a ver hasta tres semanas después, otro viernes. Danna no llevaba ningún libro en la mano. Simplemente, se sentó a su lado, con la mirada vacía y de brazos cruzados sobre el pecho, sosteniéndose los brazos. Y aunque tratase de ocultarlo, las marcas de violencia eran visibles y evidentes. Ian suspiró y al levantarse, la besó en la frente y se fue.
En el último encuentro que tuvieron, Ian estaba sentado frente a ella, y su lugar habitual, reposaba una cuartilla que rezaba:

“ Soñábamos aquellas tardes en escribir nuestras historias, pues bien hemos encontrado
nuestra tragicomedia, un cuento que empieza con algo así como: Érase una vez, dos hermanos destinados a vivir distantes, pues el contacto era hiriente, directa e indirectamente. La historia de como morían uno en pos del otro para dejarse respirar. Como el Sol y la Luna.” 

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