Hace hoy exactamente diez
días viajé hacia una de esas tierras que tanto furor están
causando últimamente en los medios de comunicación. Durante una
semana iba a recorrer las estrechas calles de Atenas, acompañado por
mi hermana y por su amigo Carles, residente desde hace un año, quién
ejerció de guía y nos acogió humildemente. Para llegar hicimos
escala en Roma e iniciamos el vuelo a las nueve de la noche, que
tenía una duración de dos horas. Dos horas de inquietud,
incertidumbre y expectación, ante las experiencias que el viaje
prometía y ante la sensación de estar aterrizando en Grecia en un
momento histórico. Cuando se inició el descenso dejé aparcado mi
libro y fijé la mirada en la ventanilla. Un telón oscuro vaticinaba
el inicio del espectáculo. Estábamos sobrevolando el mar. Ansioso,
mantuve la expectación hasta que de repente las luces empezaron a
encenderse como si formaran parte de un musical. Así, las primeras
islas hacían acto de presencia, Grecia se postraba sobre nuestros
pies. Y en apenas unos minutos, todo el país se perfilaba con
absoluta maestría sobre el negro marítimo: las luces de las
farolas, perfecta y estratégicamente situadas en la orilla,
dibujaban el país entero. Sí, el mismo trazado que vemos plasmado
en los mapas, con sus vórtices, sus islas y su forma irregular. Lo
podíamos ver todo. Una nación entera iluminada. A medida que íbamos
bajando nos íbamos acercando a Atenas y podíamos distinguir los
edificios, los paseos marítimos, los montes, las carreteras y los
coches. La ciudad resplandecía con personalidad y era tallada por un
sendero recto de luz que parecía marcar un camino a lo largo de la
isla, quizás el camino hacia la salvación que el país de Tsipras
tanto necesita. Ver todo aquello era cautivador, mis ojos estaban
encadenados a aquella imagen, prendidos por aquella llama. No podía
girar la cabeza, no podía dejar de mirar. No podía evitar
emocionarme, aquel perfil y aquellos ojos me seducían y me
encandilaban de una forma absolutamente inexplicable. Contemplar
aquello era igual que contemplar a la persona que amas.
Vista nocturna de la Acrópolis
Nada más bajar del bus
que nos lleva del aeropuerto a la ciudad, lo primero que
encontramos es un gran descampado colindante a la carretera. Es una
excavación arqueológica, apunta Carles. La ciudad está plagada de
excavaciones, un hecho que perjudica gravemente la inversión, puesto
que cualquier terreno es susceptible de acabar siendo lugar de
excavación, y si esto ocurre en tu terreno el estado no te asegura
devolverte el dinero ni aunque te lo acabes de comprar. Recorremos la
carretera donde se sitúa el parlamento. Me sorprende observar la
presencia de unos cuantos oficiales haciendo guardia en un bloque de
apartamentos totalmente corriente. ¿Qué ocurre? Me pregunto. Allí
vive Tsipras, el presidente, me dice Carles, mi guía. Todo el mundo
lo sabe, añade. Instantáneamente entiendo la presencia de esos
guardias, sin embargo, me sorprende que a cada pocos metros me
encuentro con una furgoneta repleta de miembros de seguridad del
estado, algunos haciendo guardia, otros, ya a esas horas, durmiendo
profundamente. Los vehículos, distribuidos por toda la ciudad, se
quedan allí aparcados las 24 horas del día, siempre pendientes para
actuar por si se desata la tensión. Y de aquí se entiende el
desorbitado gasto en defensa. La tensión se había desatado justo
unas horas antes en frente del parlamento, donde se había realizado
una manifestación en contra de la votación que en esos instantes se
realizaba sobre la aprobación del tercer rescate. La situación se
desató cuando un grupo de violentos lanzó cócteles molotov contra
la policía, que respondió con gas pimienta. Todo el centro de
Atenas había estado paralizado. Ahora nosotros pasábamos por allí
y era como si nada hubiera ocurrido. Presenciamos el cambio de
guardia, y observamos con incredulidad la impasibilidad de unos
soldados que no sólo se mantenían quietos entonces, sino que lo
habían estado unas horas antes cuando la batalla se desataba justo
enfrente de sus narices. Seguimos andando hasta llegar a la zona
comercial y festiva de la ciudad, el corazón de Atenas, la Gran Vía.
Y no había una sola alma por la calle. Lo único que rompía el
silencio era el ruido de nuestras maletas o el de algún indigente
rebuscando en la basura. Si alguna vez nos cruzábamos con un grupo
de personas, estas ni siquiera conversaban entre sí. Fue una primera
impresión devastadora, de esas que nadie espera encontrarse en una
primera cita. Afortunadamente, aquello tenía una explicación: en
verano, Atenas se vacía. Más del 50% de habitantes de Grecia
residen en Atenas, pero la mayoría de éstos no son de allí, sino de
alguna de las más de 6000 ínsulas del archipiélago. En vacaciones
vuelven a sus hogares y los turistas sólo estan de paso por la
capital para visitar luego Creta, Santorini, Mykonos u otra de las
famosas islas. Los siguientes días, sin embargo, sí advertimos más
bullicio y más normalidad en la zona de bares y en las plazas más
famosas de la capital.
Una calle en el barrio Kifissia, Atenas
Dicen que en el amor se
basa en aceptar y estimar los contrastes de cada persona. Explorar
sus matices sin importar su origen y sin tratar de modificarlos. Por
eso el segundo día trazamos una ruta por los dos barrios más
antagónicos de la ciudad. Por la mañana visitamos el único barrio
donde ganó el NAI (SÍ). Situado en las afueras de la ciudad, en
Kifissia esperábamos encontrarnos con grandes y lujosas mansiones,
sin embargo nos encontramos con una zona muy tranquila y familiar.
Casas blancas de buen diseño, con su jardín y su piscina, pero
lejos de ser enormes. No era como el corazón de Atenas, desde luego,
pero aquello no se alejaba mucho a cualquier urbanización de monte.
De hecho, tenía hasta su encanto, y fue de agradecer poder ver
alguna zona verde bien aclimatada. Donde sí se apreció el lujo fue
en la zona de tiendas. Varias calles agrupadas, como en un gran
centro comercial urbano, repletas de tiendas de ropa cara (nivel
Versace o Armani), joyerías y artículos de lujo. No obstante, la
mayoría estaban vacías, puesto que la mayoría de sus residentes
siguen temerosos y expectantes con la situación actual, a pesar de
que su nivel económico es muy superior a la media del país.
Por la tarde visitamos el histórico barrio de Exarchia, el bastión anarquista de Atenas, germen de múltiples revueltas y en cuya plaza se da el inicio de gran parte de las manifestaciones. La situación allí es peculiar, interesante y muy digna de análisis. Los policías rodean completamente el barrio manteniéndose a la expectativa por si tienen que intervenir. En el caso -bastante frecuente- de que se sucedan revueltas, cierran el barrio y nadie -aunque sea un transeúnte casual- puede salir hasta que la situación se disuelva. Pero el resto del tiempo, y a pesar de la vigilancia perpetua, en aquel barrio los jóvenes pueden campar a sus anchas haciendo gala de sus ideales con excelsa libertad. Las paredes están llenas de pintadas reivindicativas, de pancartas, lemas y de grafitis. No hay tiendas de lujo ni bancos, y de hecho los pocos que habían se vieron obligados a abandonar el lugar al ser víctima de ataques e incendios. Abundan también los edificios okupas, como el emblemático café Nosotros, donde nos tomamos una cerveza y contemplamos el ajetreo del barrio. Se respira, a pesar de todo, un ambiente de solidaridad, un clima de entusiasmo y de acción social que se labra también con el descontento y la indignación creada con la situación actual. Algo, no se muy bien qué, me dice que Exarchia es un rincón mucho más real, mucho más humano y mucho más identitario que Kifissia.
Por la tarde visitamos el histórico barrio de Exarchia, el bastión anarquista de Atenas, germen de múltiples revueltas y en cuya plaza se da el inicio de gran parte de las manifestaciones. La situación allí es peculiar, interesante y muy digna de análisis. Los policías rodean completamente el barrio manteniéndose a la expectativa por si tienen que intervenir. En el caso -bastante frecuente- de que se sucedan revueltas, cierran el barrio y nadie -aunque sea un transeúnte casual- puede salir hasta que la situación se disuelva. Pero el resto del tiempo, y a pesar de la vigilancia perpetua, en aquel barrio los jóvenes pueden campar a sus anchas haciendo gala de sus ideales con excelsa libertad. Las paredes están llenas de pintadas reivindicativas, de pancartas, lemas y de grafitis. No hay tiendas de lujo ni bancos, y de hecho los pocos que habían se vieron obligados a abandonar el lugar al ser víctima de ataques e incendios. Abundan también los edificios okupas, como el emblemático café Nosotros, donde nos tomamos una cerveza y contemplamos el ajetreo del barrio. Se respira, a pesar de todo, un ambiente de solidaridad, un clima de entusiasmo y de acción social que se labra también con el descontento y la indignación creada con la situación actual. Algo, no se muy bien qué, me dice que Exarchia es un rincón mucho más real, mucho más humano y mucho más identitario que Kifissia.
Uno de los lugares que
más nos sorprende de Exarchia es la Universidad Politécnica de
Atenas, que rompe completamente con los moldes preconcebidos que uno
tiene de lo que debe de ser una universidad. Si la buscáis en google
images veréis, seguro, una espléndida foto de la fachada del
edificio principal, de estilo clásico, con columnas jónicas. Lo que
no se muestra, sin embargo, es el estado real de los edificios, que
parecen completamente abandonados. Hay varios grafitis, algo que
aquí resultaría sumamente llamativo debido a lo mucho que se ha
criminalizado esa actividad, pero que en Atenas parece algo
normalizado y que forma parte intrínseca del arte (la Universidad de
Bellas Artes dan buen ejemplo de ello). Pero además, las paredes de
los edificios, tanto por dentro como por fuera, parecen haber sido
sometidas al libre albedrío de los estudiantes, y están llenas de
frases y consignas de carácter político. Las aulas siguen abiertas
y los estudiantes siguen trabajando y estudiando en ellas, realizando
proyectos. No hay rastro alguno de los profesores, todo parece
autogestionado y el único resquicio burocrático que encontramos es
un papel situado en una fachada con el horario de los exámenes.
Imágenes de la Universidad Politécnica de Atenas, por dentro y por fuera
Cenamos por allí esa
noche y somos testigos de algo que en España ya se conocía. Gente
fumando en los bares (algunos con cachimba incluida), personas
cruzando en rojo, conduciendo a su bola. Asumiendo las normas más
como una sugerencia que como un imperativo. Pero entendemos, también,
que aquello forma parte del genotipo cultural del país y que sería
un error muy ingenuo tomarlo como defecto: hay cosas que se toman
a la ligera, pero se evita en todo momento el conflicto, lo que es,
al fin y al cabo, el motivo por el que las normas son creadas. Sería
una profusa banalización establecer con ello el silogismo de que
Grecia no paga la deuda por su “rebeldía natural”. Sí, Grecia
es un país rebelde. Los tres partidos más votados en las últimas
elecciones están situados en cada uno de los extremos del espectro
político existente. Vamos, que allí lo de “ir de centro” no
funcionaría. Pero ello no implica eludir responsabilidades. Todo lo
contrario. Las personas orgullosas no huyen nunca sus deudas, y
tratan siempre de cumplir sus cometidos. Pero también buscan la
manera de hacerlo sin dejarse chantajear, sin que se apisone su
identidad.
El viento, famoso grafiti de la ciudad de Atenas
El tercer día fuimos a visitar la Acrópolis. Para llegar a la cima de la montaña atravesamos un sendero adoquinado repleto de vendedores ambulantes -muchos de ellos niños- y de artistas: músicos, pintores, malabaristas y estatuas humanas; como en toda capital europea que se precie, la bohemia encuentra un lugar para reunirse y dotar de color la ciudad. En lo alto de la loma rastreamos el Partenón, el edificio más representativo de la antigua Grecia, paradigma de la arquitectura helena. Aunque la mayor parte está reformado, debido a los múltiples conflictos armados en los que el país se ha envuelto en su historia reciente -todavía continúan una guerra con Turquía, ahora en tregua, que dura más de 400 años- y que han acabado por deteriorar el edificio. Aún así, no nos cuesta imaginar a unos cuantos hombres en túnica caminando alrededor de la estatua dorada de Atenea y hablando de negocios, de religión, o de los asuntos políticos de la Polis. Detrás de nosotros, una paisaje excepcional permitía vislumbrar toda Atenas, desde las montañas que la encierran hasta el mar. Una gran nube de humo pendía sobre el cielo. Una de esas elevaciones que antaño se encargaban de resguardar el Olimpo de Zeus, se quemaba. Y el incendio se acercaba, poco a poco, a la ciudad. Pero nosotros yacíamos absortos, perdidos en otra civilización, en otra parte de la historia. Atenas fue la cuna de la democracia, instauró los cimientos que, se supone, rigen hoy la Europa Occidental. Por eso su presencia en la Unión Europea, por su contenido simbólico, se convirtió en absolutamente necesaria, a pesar de que el país no cumplía muchos de los requisitos y no fue sometido luego a controles exhaustivos, a pesar de que las cifras presentadas por los sucesivos gobiernos de Pasok y Nueva Democracia estaban llenas de contradicciones. Grecia sumó ambición al proyecto europeo (que con su entrada dejó de ser un “club de ricos”), abrió la puerta a países como España y Portugal; ahora, sin embargo, Europa se permite jugar con la suerte de los helenos sin ningún tipo de remordimiento. Al fin y al cabo, Grecia representa sólo un 2% del PIB europeo, y su salida no supone ninguna amenaza grave para las entidades financieras que timonean el continente. Hoy, Grecia, no es más que un juguete roto que el gobierno de Tsipras ha tratado de arreglar con el apoyo de su pueblo. Pero, a la hora de la verdad, se ha visto sin margen de maniobra. Ha sido imposible aplacar el fuego de la Troika, de los representantes de traje y corbata, de medios que han mentido hasta la saciedad y que nos han instalado unos prejuicios que -como en tantos otros sitios- van a ser difíciles de quitar si uno no acaba por contemplar la realidad con sus propios ojos. Porque la realidad es que no me encontré ni con desabastecimiento, ni con largas colas ante los cajeros, ni tuve la más mínima sensación de poder ser atracado en ninguno de los sitios que visité. Sólo vi una ciudad europea, como cualquier otra, que quiere seguir siéndolo. Una ciudad con sus monumentos, sus emblemas y su centro histórico. Con su ajetreo, sus grafitis y -también- sus mendigos. Pero, aún con todo ello, podía notar, podía sentir, que aquella ciudad, que trataba de mantener su compostura y su dignidad desbordando creatividad a cada rincón que me encontraba, tenía la mirada baja y las pupilas totalmente decaídas, acoquinadas. Atenas estaba triste, dolida y herida. Y yo, ingenuo viajero, preso de la misma droga que nos prende en las relaciones amorosas, fotografiaba las escenas sonriente, vanidoso, mientras a mi espalda se cernía la gran humareda negra que hoy azota todos los rincones del archipiélago, cubriendo a su paso todo rastro de luz, certidumbre y esperanza.
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