Vivir en la
tranquilidad del bosque me resulta algo reconfortante, relajante y
estimulante. Todo empezó cuando conocí a quien fue mi esposa
durante unos largos veinte años, si no recuerdo mal. Claro, que por
aquel tiempo aún no vivía en el campo y mucho menos solo, pero me
parece el mejor inicio. Volviendo al caso, ella se llamaba Jane.
Adoraba su forma de fruncir los labios cuando mis palabras le
parecían estúpidas. No tuvimos muchas peleas, pero las que hubo
fueron culpa mía y, para colmo, sin sentido. Jane es la persona que
más paciencia tuvo y quien me acunaba entre sus brazos en mis
frecuentes días de mal humor. Ni siquiera mis hijos me soportaban.
Cuando dejé mi
trabajo, seis meses después de la muerte de Jane, me vi rodeado del
silencio de mi hogar, sentenciado por el horrible sonido del tic-tac
del reloj de la cocina.
Comencé a salir
a mi jardín, a plantar y a reposar en el porche. El múltiples
ocasiones, quise aventurarme a hacer trabajos manuales. Tallar en
madera, construir... Pero temía por mi vejez. Pero cuando me mudé
lejos de allí, el miedo se esfumó. El rumor de las hojas entre el
viento era la melodía más plagada de ternura que cualquier otra
música.
Ahora, que vivo
por mi cuenta, exploro camino entre el bosque, descubriendo grietas,
gozando de la intimidad y viendo como la vida sigue su curso bajo la
atenta mirada de mis lentes. Observo con cariño como, entre mudas
palabras, la naturaleza se quiere a sí misma, como Jane me quiso a
mí, con la misma paciencia, dedicación y amor.
Y por mucho aire
limpio que respire, no habrá quien me libere de mis malos actos
cometidos, pero ojalá el mundo se apiade de mí y nos volvamos a
ver, Jane, para agradecerte todo lo que me diste en vida y lo que me
enseñaste a ser.
No hay comentarios:
Publicar un comentario