11/7/15

Gratitud

Vivir en la tranquilidad del bosque me resulta algo reconfortante, relajante y estimulante. Todo empezó cuando conocí a quien fue mi esposa durante unos largos veinte años, si no recuerdo mal. Claro, que por aquel tiempo aún no vivía en el campo y mucho menos solo, pero me parece el mejor inicio. Volviendo al caso, ella se llamaba Jane. Adoraba su forma de fruncir los labios cuando mis palabras le parecían estúpidas. No tuvimos muchas peleas, pero las que hubo fueron culpa mía y, para colmo, sin sentido. Jane es la persona que más paciencia tuvo y quien me acunaba entre sus brazos en mis frecuentes días de mal humor. Ni siquiera mis hijos me soportaban.
Cuando dejé mi trabajo, seis meses después de la muerte de Jane, me vi rodeado del silencio de mi hogar, sentenciado por el horrible sonido del tic-tac del reloj de la cocina.
Comencé a salir a mi jardín, a plantar y a reposar en el porche. El múltiples ocasiones, quise aventurarme a hacer trabajos manuales. Tallar en madera, construir... Pero temía por mi vejez. Pero cuando me mudé lejos de allí, el miedo se esfumó. El rumor de las hojas entre el viento era la melodía más plagada de ternura que cualquier otra música.
Ahora, que vivo por mi cuenta, exploro camino entre el bosque, descubriendo grietas, gozando de la intimidad y viendo como la vida sigue su curso bajo la atenta mirada de mis lentes. Observo con cariño como, entre mudas palabras, la naturaleza se quiere a sí misma, como Jane me quiso a mí, con la misma paciencia, dedicación y amor.

Y por mucho aire limpio que respire, no habrá quien me libere de mis malos actos cometidos, pero ojalá el mundo se apiade de mí y nos volvamos a ver, Jane, para agradecerte todo lo que me diste en vida y lo que me enseñaste a ser.   

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