Me huye en cada palpitar, el alma. En
cada vez que mi cuerpo se recoge sobre sí mismo, estremecido por el
dolor que nace en mis entrañas. Las punzadas de agonía escalan y
hacen brotar una fría fiebre que empapa las sábanas. Me visitan mis
padres, con angustia en los ojos, viéndome morir lentamente. Pienso,
en los breves espacios de calma y plena consciencia, en lo terrible
que resulta sobrevivir a tu hijo. Desde mi cárcel corporal, postrado
en el colchón, oigo los sollozos de mi madre y la voz rota de mi
padre en un mustio consuelo. Hace semanas que no me veo ante un
espejo pero dicen que mi rostro se ha tomado más pálido y agudo.
Tan sólo noto mis costillas revelándose tras la piel cuando mi
madre me pasa la esponja cuando, con ternura, maneja el títere que
me encierra. Mi médico no sabe que padezco, algo que debo haber
incubado desde pequeño y por tanto, no hay peligro para mis padres.
Pero yo estoy condenado.
El tiempo corre, creo. A través de la
ventana veo como el viento mece las hojas que se tostan bajo el sol,
anunciando el otoño. “¿Tan pronto?” Me
pregunto.
En la soledad de
mi cuarto, me he hecho amigo de las ratas que, traviesas, viven en el
desván. Entre delirios, imagino que en sus quejidos me hablan.
Invento la presencia de sus pequeños ojillos apenados mirando entre
las juntas de la vieja madera. A veces, incluso, le pongo palabras a
sus chillidos. Pero ahora no hablan.
Crujen los mueblen
en el eco del silencio y las sombras. Juego con mi respiración
queriendo hacer nulo ruido. Un temblor me invade, más frío y súbito
que otros vividos. Pierdo la sensibilidad en las punta de los dedos y
quiero llamar a mis padres, verles por última vez y grabarles en mi
memoria, en un cuadro eterno, pero no tengo voz. Un pitido agudo
atrapa mis oídos, entreabro los labios en un torpe gesto de alzar la
cabeza y respirar pero me escapa el aliento en un vago reflejo de
esfuerzo. Un sabor amargo y la sequedad se apoderan de mi boca. Un
ciego espasmo me controla y pierdo los ojos entre la penumbra y la
vida.
Mi cuerpo no
responde aunque soy plenamente consciente de mi existencia. Mi madre
interrumpe en el cuarto, con una pila de toallas en las manos que se
resbalan al verme inerte. Profiere un grito y comienza a ventilar con
problemas. Minutos más tarde, el doctor me inspecciona el pulso y
los ojos, alternando miradas con mi padre, que observa severo y
dolorido cada movimiento del médico. Trato con todas mis fuerzas
mover mis párpados, mis pupilas, de demostrarles mi aún despierta
mente. Pero se rinden, negando con la cabeza. Deja mi cabeza sobre la
almohada y a duras penas logro oír que dicen. Creo alcanzar la
locura en un instante. Una enfermedad me ha atrapado el cuerpo y
libre el alma. Por primera vez en mi juventud me pregunto qué es
eterno y no, si figuran el ánima como libre y aquí estoy preso en
un cuerpo que no atiende...
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