13/3/15

Las amapolas

Bajo un joven almendro, jugaban desde pequeños mirando las hormigas trabajando entre la corteza incansables. Sin escrúpulos, Margaret se colocó escarabajos sobre la blanca falda de su vestido de primavera ante la asombrada mirada de Leo, que admiraba la brillante coraza de los insectos. El cabello rubio de Margaret tendía a enredar hojas caídas entre los enhebras de oro que Leo acostumbraba a retirarle, con sus dedos finos en un mecánico movimiento, como el músico y el arpa, aquella mañana. Revolotearon en torno al tronco, tratando de alcanzarse, echando a correr entre los verdes espigas del tierno trigo. Leo atrapó el vuelo de la ropa de Margaret, abalanzándose sobre ella. Cayeron en una gran alfombra blanda con mimo. Leo atacó el flanco de su amiga a base de cosquillas cuando se percató de salpicaduras rojas entre los tallos. La primavera se hacía tangible en forma de flores carmesíes; las favoritas de Leo.
A lo lejos, en el silencio del campo y el descanso de sus risas, se oyó una vez femenina llamando a Margaret.
-Me tengo que ir. Tenemos que volver – Dijo levantándose y sacudiéndose puntitos sobre la blancura de su prenda. Leo la observaba aún desde el suelo.
-¿Volverás?- Le preguntó.
- Como cada primavera -Se despidió, alzando la mano, brincando entre la hierba.
Leo se incorporó e ilusionado le respondió:
-¡Como las amapolas!
Y se volvió a recostarse aspirando el aire perfumado, sintiendo sus latidos ralentizándose, el Sol calentando su piel a través de su camisa e iluminando la oscuridad de sus párpados cerrados. Un día, al cabo de 365 más, la volvería a disfrutar.
Con un año más, a los doce, el reencuentro fue extraño; se encontraron distintos. Se estudiaron con la mirada hasta volver toparse con la sonrisa. No habían cambiado únicamente en lo físico. Margaret se asustaba al ver un insecto o profería agudos quejidos cuando las ramas le capturaban. Seguían siendo niños, Leo sobretodo, pero habían madurado. Sentados en la sombra del mismo árbol comenzaron a hablar; con conversaciones que sustituían los torpes juegos, palabras más o menos relevantes, con intenciones de conocerse o tan sólo para consumir el tiempo. Leo descubrió una audaz inteligencia y curiosidad fruto de las ingeniosas preguntas de Margaret, que le despertó las ideas dormidas. Orgulloso de su amiga, se atrevió a presentarle un compañero que conoció meses atrás. Un muchacho más alto que él, más moreno, más fuerte y bruto. Falto de modales, se sentó bruscamente al lado de la chica, mostrándole una sudorosa mano que secó levemente con el pantalón.
-Me llamo Cristian
Margaret alzó levemente la vista para topar ambos pardos ojos. Ella no dijo nada. Leo rió nerviosamente, protagonizando un monólogo que acompañó Cristian con estruendosas y fáciles risotadas. Margaret arrugaba la nariz cada vez que salía un comentario grosero de los labios de Cristian. Éste fue el primero en marchar ya que tenía que realizar tareas junto a su padre. Mientras observaban su espalda alejarse cada vez más, Margaret le susurró a Leo:
-Me parece raro... Tu amigo, digo – Él le miró interrogante- Grita mucho, vulgar, no sé. No me acaba de caer bien...
-Ya le conocerás más. Te gustará.- Incitó, positivo, Leo mientras se levantaba e invitaba a su amiga a marchar también, ofreciéndole la mano. Aceptó recogiéndose la verde falda y volvieron paseando lentamente.
Más tardes transcurrieron en la incomodidad de la retahíla de oraciones sin respuesta de Leo, en busca de un tema de conversación que rompiese el hielo que congelaba el humor en el grupo. Pero no parecían dispuestos, aunque Margaret ya se aventuró a cruzar alguna palabra.
Unas 72 horas después, en las primera horas de la tarde, Leo cruzó el umbral de la puerta en dirección al punto de encuentro cuando lo retuvo su abuelo pidiéndole ayuda con unos leños. Con la energía de diez caballos y la ilusión de estar con sus amigos, acabó su orden en menos de diez minutos. Terminó y echó a correr campo a través, como un rayo y con el pecho ardiente. Quiso gritar a la lejanía cuando reconoció las siluetas en la sombra pero no tenía aliento para hablar. Tampoco voluntad cuando captó la intimidad del momento. Cristian estaba reclinado sobre Margaret, apoyados en el tronco. Ella tenía un brazo rodeándole el cuello y el otro sobre el ancho sombrero de paja dorada que acostumbró a llevar aquella primavera. Cristian, en cambio, los tenía inertes a cada lado de su cuerpo, que lentamente se deslizaron en torno al cinto rojo del vestido de Margaret.


Leo se quedó quieto en la distancia . Necesitaba tomar aire pero era incapaz. Sintió que algo estallaba en él, una punzada en el tórax. El mundo se detuvo un instante ante sus ojos. El viento ya no movía las hojas, ni jugaba con el cabello de Margaret ni ayudaba a volar a aquella mariposa de tres colores que revoloteaba sobre el trigo. Leo no veía el movimiento, sólo a sus dos amigos. En algún rincón de su mente, descubrió un sentimiento que pudo comparar levemente a la rabia que sentía cuando sus hermanos le cogían sus juguetes sin su permiso y no lo devolvían. Pero era más intenso y confuso. Se tiñeron sus mejillas de bermellón y con paso demasiado firme, tomó el camino y volvió a casa.
Cuando llegó, se sentó en una de las sillas de pino de cocina donde su madre tarareaba una alegre canción, animando su labor. Sin volver la vista atrás, le preguntó con ternura y sin dejar de pasar la esponja:
-¿Qué ha pasado?
Leo, que había apoyado la barbilla sobre las manos con gesto enfadado encima de la mesa, levantó la mirada hacia ella.
-Es que fui al almendro como cada tarde, y estaban Margaret y Cristian... -suspiró
-¿Y te sientes mal por ello?- Le cuestionó con una sonrisa en los labios.
-Pues sí, pero no sé por qué... -Musitó con tristeza e ira.
- ¿Margaret te gustaba?
-¿Gustar?
-Sí, aún eres muy niño para entenderlo – rió, confidente de su inocencia y la nostalgia que le invadía- ¿Te gusta su compañía? ¿Algún rasgo suyo?
-Mmmm, puede.
-Hijo, ¿a ti te gustan las amapolas?
-Sí, me encantan.
-¿Te parecen bonitas?
-Las que más.
-¿Te gusta verlas ahí donde están?- Le interrogaba sin mirarle.
-Claro.
Su madre se dio la vuelta con las manos enjabonadas, se agachó a su lado y le llenó la punta de la nariz de burbujas blancas, con ternura.
-¿Serías tan egoísta como para arrancarla, robarle la vida sobre la que ha arraigado tan sólo por ti? ¿Por tenerla en tus manos?
-No... - Respondió, ahogadamente mientras se frotaba la cara.
-Pues lo mismo que el amor que le has brindado desde siempre y que ahora le has regalado a Margaret; piensa que la has regado con tu cariño y que serás el causante de la sonrisa tan ardiente que lleva. No te empeñes únicamente en ser el motivo, puedes disfrutar de su alegría aunque viva en el jardín: Para ti, seguirá siendo la flor más bonita de todas.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario