Bajo un joven almendro, jugaban desde
pequeños mirando las hormigas trabajando entre la corteza
incansables. Sin escrúpulos, Margaret se colocó escarabajos sobre
la blanca falda de su vestido de primavera ante la
asombrada mirada de Leo, que admiraba la brillante coraza de los
insectos. El cabello rubio de Margaret tendía a enredar hojas caídas
entre los enhebras de oro que Leo acostumbraba a retirarle, con sus
dedos finos en un mecánico movimiento, como el músico y el arpa,
aquella mañana. Revolotearon en torno al tronco, tratando de
alcanzarse, echando a correr entre los verdes espigas del tierno
trigo. Leo atrapó el vuelo de la ropa de Margaret, abalanzándose
sobre ella. Cayeron en una gran alfombra blanda con mimo. Leo atacó
el flanco de su amiga a base de cosquillas cuando se percató de
salpicaduras rojas entre los tallos. La primavera se hacía tangible
en forma de flores carmesíes; las favoritas de Leo.
A lo lejos, en el silencio del campo
y el descanso de sus risas, se oyó una vez femenina llamando a
Margaret.
-Me tengo que ir. Tenemos que volver –
Dijo levantándose y sacudiéndose puntitos sobre la blancura de su
prenda. Leo la observaba aún desde el suelo.
-¿Volverás?- Le preguntó.
- Como cada primavera -Se despidió,
alzando la mano, brincando entre la hierba.
Leo se incorporó e ilusionado le
respondió:
-¡Como las amapolas!
Y se volvió a recostarse aspirando el
aire perfumado, sintiendo sus latidos ralentizándose, el Sol
calentando su piel a través de su camisa e iluminando la oscuridad
de sus párpados cerrados. Un día, al cabo de 365 más, la volvería
a disfrutar.
Con un año más, a los doce, el
reencuentro fue extraño; se encontraron distintos. Se estudiaron con
la mirada hasta volver toparse con la sonrisa. No habían cambiado
únicamente en lo físico. Margaret se asustaba al ver un insecto o
profería agudos quejidos cuando las ramas le capturaban. Seguían
siendo niños, Leo sobretodo, pero habían madurado. Sentados en la
sombra del mismo árbol comenzaron a hablar; con conversaciones que
sustituían los torpes juegos, palabras más o menos relevantes, con
intenciones de conocerse o tan sólo para consumir el tiempo. Leo
descubrió una audaz inteligencia y curiosidad fruto de las
ingeniosas preguntas de Margaret, que le despertó las ideas
dormidas. Orgulloso de su amiga, se atrevió a presentarle un
compañero que conoció meses atrás. Un muchacho más alto que él,
más moreno, más fuerte y bruto. Falto de modales, se sentó
bruscamente al lado de la chica, mostrándole una sudorosa mano que
secó levemente con el pantalón.
-Me llamo Cristian
Margaret alzó levemente la vista para
topar ambos pardos ojos. Ella no dijo nada. Leo rió nerviosamente,
protagonizando un monólogo que acompañó Cristian con estruendosas
y fáciles risotadas. Margaret arrugaba la nariz cada vez que salía
un comentario grosero de los labios de Cristian. Éste fue el primero
en marchar ya que tenía que realizar tareas junto a su padre.
Mientras observaban su espalda alejarse cada vez más, Margaret le
susurró a Leo:
-Me parece raro... Tu amigo, digo –
Él le miró interrogante- Grita mucho, vulgar, no sé. No me acaba
de caer bien...
-Ya le conocerás más. Te gustará.-
Incitó, positivo, Leo mientras se levantaba e invitaba a su amiga a
marchar también, ofreciéndole la mano. Aceptó recogiéndose la
verde falda y volvieron paseando lentamente.
Más tardes transcurrieron en la
incomodidad de la retahíla de oraciones sin respuesta de Leo, en
busca de un tema de conversación que rompiese el hielo que congelaba
el humor en el grupo. Pero no parecían dispuestos, aunque Margaret
ya se aventuró a cruzar alguna palabra.
Unas 72 horas después, en las primera
horas de la tarde, Leo cruzó el umbral de la puerta en dirección al
punto de encuentro cuando lo retuvo su abuelo pidiéndole ayuda con
unos leños. Con la energía de diez caballos y la ilusión de estar
con sus amigos, acabó su orden en menos de diez minutos. Terminó y
echó a correr campo a través, como un rayo y con el pecho ardiente.
Quiso gritar a la lejanía cuando reconoció las siluetas en la
sombra pero no tenía aliento para hablar. Tampoco voluntad cuando
captó la intimidad del momento. Cristian estaba reclinado sobre
Margaret, apoyados en el tronco. Ella tenía un brazo rodeándole el
cuello y el otro sobre el ancho sombrero de paja dorada que
acostumbró a llevar aquella primavera. Cristian, en cambio, los
tenía inertes a cada lado de su cuerpo, que lentamente se deslizaron
en torno al cinto rojo del vestido de Margaret.
Leo se quedó quieto en la distancia .
Necesitaba tomar aire pero era incapaz. Sintió que algo estallaba en
él, una punzada en el tórax. El mundo se detuvo un instante ante
sus ojos. El viento ya no movía las hojas, ni jugaba con el cabello
de Margaret ni ayudaba a volar a aquella mariposa de tres colores que
revoloteaba sobre el trigo. Leo no veía el movimiento, sólo a sus
dos amigos. En algún rincón de su mente, descubrió un sentimiento
que pudo comparar levemente a la rabia que sentía cuando sus
hermanos le cogían sus juguetes sin su permiso y no lo devolvían.
Pero era más intenso y confuso. Se tiñeron sus mejillas de
bermellón y con paso demasiado firme, tomó el camino y volvió a
casa.
Cuando llegó, se sentó en una de las
sillas de pino de cocina donde su madre tarareaba una alegre canción,
animando su labor. Sin volver la vista atrás, le preguntó con
ternura y sin dejar de pasar la esponja:
-¿Qué ha pasado?
Leo, que había apoyado la barbilla
sobre las manos con gesto enfadado encima de la mesa, levantó la
mirada hacia ella.
-Es que fui al almendro como cada
tarde, y estaban Margaret y Cristian... -suspiró
-¿Y te sientes mal por ello?- Le
cuestionó con una sonrisa en los labios.
-Pues sí, pero no sé por qué...
-Musitó con tristeza e ira.
- ¿Margaret te gustaba?
-¿Gustar?
-Sí, aún eres muy niño para
entenderlo – rió, confidente de su inocencia y la nostalgia que le
invadía- ¿Te gusta su compañía? ¿Algún rasgo suyo?
-Mmmm, puede.
-Hijo, ¿a ti te gustan las amapolas?
-Sí, me encantan.
-¿Te parecen bonitas?
-Las que más.
-¿Te gusta verlas ahí donde están?-
Le interrogaba sin mirarle.
-Claro.
Su madre se dio la vuelta con las
manos enjabonadas, se agachó a su lado y le llenó la punta de la
nariz de burbujas blancas, con ternura.
-¿Serías tan egoísta como para
arrancarla, robarle la vida sobre la que ha arraigado tan sólo por
ti? ¿Por tenerla en tus manos?
-No... - Respondió, ahogadamente
mientras se frotaba la cara.
-Pues lo mismo que el amor que le has
brindado desde siempre y que ahora le has regalado a Margaret; piensa
que la has regado con tu cariño y que serás el causante de la
sonrisa tan ardiente que lleva. No te empeñes únicamente en ser el
motivo, puedes disfrutar de su alegría aunque viva en el jardín:
Para ti, seguirá siendo la flor más bonita de todas.
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