9/3/15

La máscara

Sus ojos marrones avellana se detuvieron atónitos durante un largo instante frente a la luminosa pantalla. A su lado, Marc sonreía expectante por su respuesta. Diana entreabrió los labios cuando terminó de leer la confirmación de los billetes de viaje y profirió un agudo grito de alegría mientras rodeaba el robusto cuello de su novio entre sus delicados brazos.
Al oído él le preguntó:
-¿Te gusta? Es tu regalo de cumpleaños. Iremos al Carnaval, lo tengo todo preparado, hasta los trajes. - Y añadió con mimo- Sólo tú y yo.

Pero sabían que habría más gente por el camino, como siempre. Diana y Marc estaban saliendo como pareja oficial desde hacía poco más de cinco meses. Absolutamente todos confiaban en su relación, el uno para el otro; ambos eran atractivos, carismáticos y llenos de vida. Ellos se querían y se entregaban mutuamente pero sabían que durante las fiestas, cada uno por partes distintas, vivían otras experiencias. Eran conscientes de estas aventuras y se daban la libertad, ya que sólo había una condición: Nada de sexo.
El contacto explícito estaba reservado entre ellos dos. Y lo cumplían a rajatabla.
En diversas ocasiones, amantes temporales y frustrados se presentaban orgullosos confesando la inocente y permitida infidelidad. Con el tiempo, la situación se normalizó y nadie se molestó en decir con quien habían estado aquella noche. ¿Qué eran, exactamente? Se preguntaban a menudo la gente.
 En todo ella pensaba Diana observando serena el ala del avión que rasgaba las pomposas nubes. Cuando adelantaron finalmente el velo blanquecino, Italia se presentó bajo sus pies. Diana saltó sobre su asiento emocionada, aferrándose al brazo de su dormido novio. Marc se revolvió rehuyendo su mano, deseando seguir con su sueño. La expectación consumió tanto a Diana que agotó sus energías al aterrizar y el resto del trayecto de autobús y tren los hizo siendo un cuerpo sin consciencia de sus pasos. No se percató de la maravilla de paisaje en el viaje con el tren por encima del mar, cosa que Marc no escatimó en admirar cada centellada de luz que reverberaba en el agua y creaba reflejos sobre el techo de su vehículo. Marc respiró profundamente, captando en el aire olores de café, desinfectante y el perfume de Diana que descansaba sobre su hombro. Su calmada inspiración junto al calor que emanaba le producía una sensación de tranquilidad que le invadía plenamente. Sonrió colocando con mimo la mejilla sobre su cabeza, aspirando su aroma, con un corazón henchido de cariño que le comenzaba conquistar por completo. Sus deseos de besar a otras chicas se difuminaban; su total libido le pertenecía a Diana.
 Un revisor les encontró dormidos plácidamente. Tratando de no resultar brusco o antipático, les despertó explicando que debían abandonar el vagón para que los oficiales de limpieza realizasen su labor. Avergonzados a la par que agradecidos, pisaron Venecia por primera vez. De inmediato, les llamó la atención la gran cantidad de coches en el puerto en comparación a la nula presencia en la ciudad y sus simpáticas callejuelas. Subieron a un barco turístico por el Gran Canal. Marc había reservado el hotel cerca de la Basílica de San Marcos, con vistas al otro lado del mar Adriático, desde donde se distinguía la otra bahía, Giudecca. Durante el viaje por el Canal observaron el bullicio de la gente por el puente di Rialto y el gran tráfico de botes y yates. Más bajaba el Sol y más griterío se oía. Niños que en los bordes pescaban y jugaban, gatos perezosos en los tejados, hombres fumando en los balcones y mujeres que soñaban despiertas desde la ventana con la mano en la barbilla y la mente lejos de allí. No todo fueron ovaciones en el barco, pues había más turistas que realmente se marearon añadiendo, al olor salino y los mercados, una esencia nauseabunda.
  Pero apartando este pequeño incidente, la calma y el llamativo paisaje se quedó grabado en los recuerdos de los amantes. Las rollizas tejas y las fachadas ocres junto con la calzada de piedra les dio la sensación de haber viajado siglos atrás. Y no precisamente por no haber visto antes un monumento o una casa edificada hace décadas, era la continuidad de éstas y su frecuencia.
El suave rumor del agua acompañaba las risas y el reguero incesante de conversaciones en aquella extraña y similar lengua. El camino hasta su hospedaje fue confuso, ya que a pesar de situarse en la orilla, la entrada se encontraba entre dos calles cruzadas y un paso estrecho. Tras interrumpir las ocupaciones de numerosos habitantes con preguntas variando entre inglés, italiano mal hablado y castellano lograron llegar hasta su habitación. Ésta estaba presidida por un ventanal que dejaba entrar la luz del atardecer que irradiaba en los cuadros de ángeles y apóstoles sobre el cabezal de la cama. Sobre ésta, una colcha de un suave rosado invitaban a descansar sobre ella. Marc dejó la ligera maleta en un rincón y observó a Diana cariñosa con su italiano lecho, pero antes de que Morfeo la enamorase, la llamó y le enseñó unos coloridos trajes que se encontraban en el armario de caoba del cuarto. Los retiró de la percha y los extendió en el aire, ante la sorprendida mirada de su novia, que admirada las gasas, el tejido y la numerosa decoración de su vestido color púrpura.
- La fiesta acaba de empezar – Sonrío Marc, colocándose frente sus ojos el antifaz que le pertenecía, un brillante pico largo a la altura de la nariz, como las conocidas máscaras de los médicos de la Edad Media, ornamentado con piedras rojas y blancas.
 Ambos se prepararon en el cuarto, ayudándose con aquella ropa extravagante para ellos. Diana llevó por primera vez un corsé, que le estilizó aún más su bella figura y seguía la curva del atuendo. La falda era ancha pero adecuada; a pesar de que solía llevar a las prendas apretadas, se acostumbró rápidamente. Lo único que le incomodó fueron los zapatos con un talón tan bajo. Sin embargo, Marc estaba realmente a gusto con su vestimenta de conde azul brillante, con capa incluida.
-¿Estás lista, “ragazza”? - Dijo Marc, ofreciendo el brazo como un caballero, tras ponerse el sombrero de pluma.
-¿Y si cenamos aquí? Vamos a estar muy perdidos, tan sólo para llegar a la Plaza de San Marcos vamos a incordiar veinte personas más...

Marc lo reconsideró, cogiendo el teléfono del hotel, tentador. Tras media hora de voraz hambre por el viaje, ambos estaban listos para una noche de plena extravagancia. 

 Marc y Diana eran una pareja más en un circo lleno de esperpento. Gran parte de la gente se dirigía al mismo lugar que ellos y tan sólo fue cuestión de seguir la corriente. Había espectáculos de fuego, bailarines, bufones que hacían gracia sin abrir la boca y personajes que asustaban con sus caretas.
-La máscara comienza a asfixiarme- Musitó Marc
-Bueno, al menos no tienes que sujetarla por un mango, como yo- Le reprochó Diana, mientras se apartaba el antifaz gris y blanco rodeado de pequeñas plumas plateadas. 
-Encima no hay nada de beber. No hay quien disfrute de la fiesta...-Suspiró
Esta vez, ella le miró extrañada. ¿En un lugar tan bonito y lleno de nuevas cosas, iba a beber hasta quedarse ciego y no recordar nada? Era cierto que ella tenía sed, quizás un copa o dos, pero conociendo a Marc... 
-Voy a ver si encuentro algo...¿Vienes?- Le invitó
-No, gracias estaré por aquí.
-Bueno, no te olvides de mí- La besó en los labios antes de marchar. Usualmente, nunca la besaba en fiestas pero aquella vez hizo la excepción.  
 Diana estaba aturdida por el comportamiento de su novio, pero no era una noche de pensamientos e ideas raras. Una orquesta sonaba cerca de ella y le atrajo la cantidad de personas reían y aplaudían a su alrededor. Un solo de violín alegre rompió el aire e hirió los oídos de Diana, contagiándola con un ritmo tonto. Se encontraba sonriendo cuando alguien la invitó a bailar, pero no era quien ella se pensaba. Un total desconocido le mostró unos impolutos dientes blancos bajo una máscara naranja con orejas zorrunas. El antifaz de Diana cayó al suelo sin que ella se percatase; el baile le impedía darse cuenta. La multitud se abría y dejaba espacio a los animados espectadores que se atrevieron a danzar. Aunque Diana no sabía los pasos y en repetidas ocasiones pisó a su misterioso compañero, tras unos minutos supo seguir su compás. Sudando por el exceso de alegría y ropa, se detuvieron y su acompañante le dijo algo que no captó. Hablaba en italiano. Los ruidos le taponaban el entendimiento y le entendió a base de gestos: Iba a por algo de beber. 
 Marc. Se acordó de él, sin saber qué tiempo había pasado desde que se separaron. Pero algo le impedía apartarse y abandonar a su nuevo amigo. Algo en sus labios carnosos, algún brillo en los ojos o en la manera de moverse. El silencio se apoderó entre ellos cuando tornó con dos copas en la mano. La bebida era bastante más fuerte de lo que estaba acostumbrada. Exhaló y sintió su rostro enrojecer frente la mirada graciosa de su camarada. Se detuvieron sus risas al notar que la gente comenzaba a abandonar la plaza: La marea estaba subiendo. La terrazas comenzaron a replegar sus mesas y Diana se sintió realmente desconcertada. 
-Venga con me.- Le ronroneó 
 No tenía por qué, pero no sabía como volver y aquella opción se le antojaba tentadora. Chapoteando y cogidos de la mano, recorrieron un par de calles tan sólo con los pies mojados. Sin entenderse reían, incluso nerviosamente cuando no acertaba a colocar la llave en el cerrojo.
 Entraron y bebieron más. Su acompañante seguía sin retirarse la careta y reclinados sobre el sofá jugaban sin decir nada, estirando del elástico y sirviendo vasos. Probó licores dulces, fuertes e incluso la engañó con zumo. Pero al besarse, Diana mordió la fruta prohibida. 
 Su mente ebria no le permitió ser consciente de nada más. Ni siquiera de su rostro, de su cuerpo, de la desnudez de ambos, del pecado. 
 Cuando se despertó, en un primer instante se sintió asustada hasta que llegó un escalofrío de dolor en las sienes que le impidió todo pensamiento. Una arcada le recorrió el cuerpo.Con la piel bañada en sudor frío y la inquietud de su estómago, recorrió el piso en busca de un baño. Pero al vomitar, se dio cuenta del vaho que rodeaba el cuarto. No estaba sola.
 Y su mayor sorpresa fue encontrar que su galán de la noche era una mujer que la máscara no mostró. 

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